Las ambulancias son extremadamente incómodas. Lo que pasa es que uno nunca se da cuenta de ello porque cuando te montas estás muriéndote, inconsciente o tan asustado que no te da tiempo a reparar en que los amortiguadores son casi inexistentes. Eso se lo dijo un compañero de sala de espera de un hospital al que solía acudir hasta hace poco y que acabó muriendo. Se reía, pero en el fondo le daba envidia no haberse percatado de tal circunstancia, precisamente por esas mismas razones que argüía su amigo. Se sentía como alguien que es incapaz de recordar un sueño recién levantado. Qué gracia. Maldita gracia
Por eso cuando lo subieron en la camilla desangrándose como un cochino intentó tranquilizarse por una vez y atender a los movimientos toscos pero seguros de los auxiliares sanitarios que lo subían a la ambulancia. “Cuidado con la cabeza, cuidado con los pies. Una, dos… y tres. ¡Arriba!”
Comenzó a perder el conocimiento y miró la cara de preocupación del médico que a su vez miraba la cara del sanitario, pero esta vez no estaba asustado, ni le dolía nada. El dolor había desaparecido hacía rato, no sabía cuánto porque la noción del tiempo era en aquellos momentos voluble como un globo que se hincha y deshincha a cada segundo, a cada latido de un corazón que se apaga.
Se acuerda de las personas que quiere, pretende irse con un sentimiento de gratitud hacia ellos. No le gustaría perder el conocimiento sin pensar en todas las personas que le importan pero sólo consigue acordarse de una. No le salen más.
El médico pide más sangre y que alguien ponga la mano en la herida, pero parar el caño de líquido rojo es imposible. La vida se le va por la arteria seccionada.
Está dejando de escuchar y de pronto, como un milagro inhumano, su espalda recupera la sensibilidad suficiente para notar la incomodidad de la camilla. Van a toda prisa, nota la velocidad de la ambulancia y que el traqueteo de la furgoneta acondicionada es tosco, inconfortable, como si nadie hubiera reparado en que no es lo mismo transportar chatarra, muebles, que personas. Entonces se acuerda de lo que le decía su amigo, que las ambulancias son incómodas, y se sonríe. Sonríe para perderse, feliz de acordarse de ese sueño al fin, de no tener miedo, de no haberse quedado inconsciente. Sonríe hasta que puede ver a su amigo.
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