La imagen del presidente de Honduras pronunciando un sentido discurso en la sede de la ONU en Nueva York mientras en su país unos militares y otros golpistas ejercen el poder me retrotrajo al siglo pasado, cuando América Latina era un continente asolado por las dictaduras militares, por corruptelas y por políticas que dejaron a muchos de sus países más pobres de lo que eran antes. El relato del Presidente Zelaya de cómo fue sacado del país me estremeció. A veces, la realidad es mucho más dura que cualquier película de Hollywood y con todo lo vivido, es extraño que ese hombre siga vivo.
Según relató ante los representantes de los países del mundo, Zelaya aseguró que los militares se presentaron en su casa en el centro de Tegucigalpa y, tras una escaramuza con su guardia personal, entraron en la vivienda en la que se encontraba acompañado de su hija de 21 años. El presidente bajó de sus aposentos a la planta baja y allí fue encañonado y conminado a que soltara un teléfono móvil con el que intentaba comunicarse con los medios de comunicación hondureños para contar lo que estaba pasando. En menos de 15 minutos Zelaya estaba montado en un avión y en 40 aterrizaba en Costa Rica... en pijama. Ni siquiera le dejaron vestirse.
No entro a analizar las políticas de Zelaya porque ni las conozco ni ahora son importantes, ahora hay un bien superior que hay que salvaguardar: La democracia. La voluntad de los hondureños. Los países del mundo y los de su entorno deben ponerse de acuerdo e impedir que los golpistas sigan con esa pantomima de gobierno que han colocado y que, según ellos, debe conducir a Honduras a unas nuevas elecciones en un futuro próximo. Deben celebrarse las elecciones cuando toque, pero antes, ya, se debe restablecer el orden democrático en el país, y para eso hace falta que el presidente hondureño, elegido por su pueblo, vuelva a ocupar su cargo. Ese es el principio de todo, y el resto sobra.
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