Un anciano mira absorto mientras espera sentado en un largo pasillo de un aeropuerto. De vez en cuando pasan viajeros de un lado para otro a bordo de esas pasarelas parecidas a las escaleras mecánicas por las que se avanza más rápido. Viajeros que van y vienen, viajeros de todos los colores, viajeros con las indumentarias más variopintas.
Y ahí tenemos a nuestro anciano sentado, intentando no desentonar en un lugar que a sus ojos parece de otro planeta. Ni siquiera es capaz de entender lo que dice esa voz lacónica que habla por la megafonía y que anuncia las puertas de embarque a ciudades que no podría situar en el mapa, ciudades soñadas, imaginadas quizás alguna vez en la mente del niño que un día fue, antes de que todo fuera tan deprisa.
Un sitio que se llama "Fast Bar" ofrece bocadillos precocinados y café en vaso de plástico literalmente al paso. Pasas, lo recoges, pagas en menos de 20 segundos y te lo llevas para tomarlo por el camino. No sabemos de dónde viene nuestro anciano, ni dónde va, ni qué hará una vez allí. Pero él sigue sentado esperando y aparentemente impasible. Ya de pequeño le enseñaron a callar, a no expresar sus sentimientos ni su asombro, a ser uno más para no desentonar. "Ante el miedo muestra normalidad", le dijeron cuando vio los primeros desfiles militares y escuchó las primeras bombas. Luego vendrían tantas. Tanto miedo. Tanta mentira.
No se separa de una maletita que agarra con fuerza como si llevara en ella el más preciado tesoro. Y pasa más gente rara. Portan artilugios electrónicos de todo tipo que manejan con soltura, tal y como había imaginado que harían los alienigenas o los selenitas que tanto le asustaron hace ya muchos años.
Una madre se sienta a unos pocos bancos del anciano acompañada de su hijo. El niño juega con una consola portátil que emite un sonido expectacular pero para el pequeño no es suficiente así que escucha también algo en su IPOD. Mientras, la madre teclea un ordenador minúsculo mientras habla con su móvil.
Y entonces algo falla en la actuación del anciano. Su rostro debe anunciar la absoluta perplejidad que le inunda porque el niño ya no mira la pantallita de su PSP, se ha quitado los auriculares y le observa detenidamente. El anciano le sonríe con cortesía y se da cuenta de que tras esa extraña vestimenta y todos esos aparatos hay un niño como todos, como los que correteaban por las calles de su pueblo. Como lo fue el mismo.
El niño se acerca y se coloca a su altura, parece un encuentro en la tercera fase. Mira al anciano sin miedo, que tiembla, pero su aparente insolencia desaparece al hablar:
- ¿Qué llevas en la maletita? Pregunta inocente el chiquillo. El anciano sonríe y suspira aliviado.
- Llevo a toda mi familia. Aquí va mi vida. Le responde enigmático el anciano.
- ¿Le molesta el niño? - Pregunta la madre dejando a un lado su conversación telefónica.- ¡Niño, deja al señor en paz!
- No se preocupe usted, señora, el niño no molesta. Al contrario, me hace compañía. Explica el anciano emocionado con el contacto con aquel ser.
El niño no quita ojo de la misteriosa maletita así que el anciano la abre con sus manos torpes y temblorosas y saca un viejo álbum de fotografías.
- Ven, siéntate y mira. Aconseja el anciano al pequeño, que jamás ha visto un objeto como aquel.
Y el viejo pasó y pasó hojas llenas de fotografías, llenas de historias, llenas de personas, llenas de vidas que fueron, que un día se detuvieron para siempre. Siempre jóvenes. El niño atiende asombrado y escucha las historias embargado por la emoción del descubrimiento de un auténtico tesoro.
Entonces suena la megafonía y aunque el anciano no lo entiende, la madre se levanta como con un resorte, se acerca a los dos y dice:
- Venga, despídete del señor, que tenemos que embarcar. Se excusa la señora aunque allí no hay barcos y si naves espaciales que llevan a planetas, países, ciudades lejanas... de donde vienen o a donde van ellos.
El niño se despide sonriendo. Hoy soñará con esas fotos y esas historias, pero su hiperactividad no le permite aún una reflexión, así que vuelve a su consola mientras el anciano vuelve a sus fotos. Las mira de nuevo, ahora solo. Pasa las hojas lentamente, torpe. Pasa los dedos por las caras de los protagonistas como si quisiera acariciarlos a través del tiempo. Y cuando llega al final cierra el álbum y lo guarda en su maletita. Pierde su mirada en el infinito del fondo del pasillo de ese aeropuerto por el que siguen pasando viajeros a toda prisa, ajenos a su tesoro, ajenos a otras vidas, a otros mundos que también están en éste.
Una chica con un maletín y aspecto de ejecutiva compra un café en el "Fast Bar", paga sin detenerse y se marcha bebiendo el líquido templado mientras sigue su camino. 2Debe saber a rayos", piensa en anciano. "Mmm, ¡un café antes de embarcar", piensa la chica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario