Nunca entendía las manías de las estrellas del rock, a los escritores excéntricos y en general a los artistas con caprichos extraños que hacían poner en sus contratos exigencias extravagantes. Tal y como las contaban los medios de comunicación, me parecían más bien una manera de llamar la atención que otra cosa. Llevo un tiempo viajando mucho, pero mucho mucho, y algunas de esas excentricidades ya no me lo parecen tanto.
Cuando uno no está en casa y cada día termina el día en una habitación distinta, por muy cuatro estrellas que sea, la cosa se pone dura. No es falta de confort, ni incomodidad, es simplemente impersonalidad y desazón. El dormitorio es el último lugar y el primero que vemos, y acostarte cada día en uno diferente llega a ser triste. Sientes que no te une nada a la tierra. Por eso entiendo a los artistas que siempre quieren dormir con unas determinadas sábanas, o que quieren un sandwich de pollo y las paredes de color azul, o que haya zumo de tomate. Son clavos a los que agarrarse, una manera de sentirte en casa, de que vuelves a un lugar. Volver. Siempre volver.
He comenzado por querer ir siempre a los mismos hoteles, no es que sean los mejores, pero son en los que me reconozco. Pero ahora, como estoy yendo tanto, tengo pensado pedir la misma habitación, aunque el enchufe de la esquina no funcione bien. Eso también me pasa en casa y no se la cambio a la vecina. Quizás me esté volviendo un excéntrico, quizás busque la costumbre para sentirme en casa aunque esté a 1000 kilómetros de ella.
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