Le llaman La Bicha. Los pacientes que esperan a ser tratados con radioterapia conocen su enfermedad por ese nombre. Cáncer. Palabra maldita. Impronunciable.
Cuando Hércules llegó a la sala de espera enseguida se dio cuenta de que era el más joven. Apenas contaba con treinta y pocos años y se creyó un chaval hasta que el médico le confirmó que lo que tenía era algo mucho más serio que un dolor estomacal. La sala de espera de radioterapia era muy pequeña y casi estaba escondida, como si los que la hicieron quisiesen esconder a los enfermos en un agujero. Dos hombres y dos mujeres de mediana edad esperaban antes que él acompañados de un familiar algunos y otros, solos. Hércules pensó que el cáncer cumplía con la ley de igualdad y mataba a hombres y mujeres en la misma cantidad. "Paridad cancerígena". Ojalá las cosas fueran siempre así. Había decidido ir solo porque no sabía lo que se iba a encontrar y al ver aquello no se arrepintió.
Saludó a los enfermos con un escueto buenos días y esperó de pie su turno. Pensó en si mismo, un tío joven, deportista, sano, tenía esa enfermedad. La explicación del médico nunca le convenció, y es que no conocía a nadie al que una depresión le hubiese proporcionado un encuentro con La Bicha. Comer mal, fumar, exceso de alcohol... esos eran los clásicos hábitos que llamaban a tan poco ilustre invitado, pero no un cuadro depresivo que bajaba las defensas hasta ese punto. Él, alguien llamado Hércules, con un cuerpo atlético y unas piernas tan grandes como dos columnas, vencido por unas células revoltosas.
La puerta de la sala se abrió y salió una señora de Sevillana- Endesa, que es como llaman los enfermos a la máquina que da radioterapia. La señora traía una cara malísima. Se notaba a leguas dos cosas: Que estaba muy enferma y que la sesión le había dejado el cuerpo malísimo.
Una enfermera muy joven apareció de la nada y con una voz extremadamente dulce llamó a José Márquez. Un señor de lastimoso aspecto se levantó de su asiento y ayudado por su mujer entró para ver a Sevillana Endesa. Hércules ocupó su lugar en la sala de espera, junto a otro hombre.
- A ese ya le han sacado la terjeta de embarque.- Dijo el hombre. Y añadió.- Me llamo Pablo.
Hércules le miró sin comprender así que Pablo siguió hablando:
- Si. Cuando La Bicha te saca la tarjeta de embarque ya no hay nada que hacer. Puedes rezar para que tu avión salga con retraso pero está claro que ya tienes un asiento asignado y las maletas facturadas. El avión saldrá y estarás montado en él.
Pablo supo desde el primer momento que era la primera vez que Hércules iba a radioterapia. "Se te nota porque no traes mala cara. No estás ni muy enfermo, ni deseoso de terminar. Sólo asustado". Luego se contaron sus enfermadades y fue así como Hércules supo del cáncer de riñón que padecía su nuevo amigo. Cómo llevaba luchando más de un año y cómo la cosa no terminaba de arreglarse.
De pronto bajó un poco la intensidad de la luz. "A ese le están dando fuerte" Dijo Pablo. "Cuando se pasan con uno puede irse hasta la luz". Hércules le miró asustado.
- No te preocupes. Al principio no sientes nada, más tarde te vas mareando, te entra un malestar general y terminas vomitando. El resto del día tendrás muy mal cuerpo y la zona afectada dormida. Aseguró Pablo intentando tranquilizarle.
Luego entró otra mujer y para cuando iba a entrar Pablo ya se habían dado los móviles. Unos números que nunca usarían. A partir de entonces coincidieron muchas veces en la sala de espera. Se iban contando la evolución de su relación con La Bicha. Alegrías por las mejoras, preocupación por las recaídas. Siempre iban solos porque no querían que sus familias les vieran en aquel lugar tan deprimente, verse tan perdedores. La derrota de la vida.
A Hércules le sorprendía el poco respeto que Pablo le tenía a la enfermedad. Hablaba de ella como si lo hiciera de una persona que le cayera mal, con descaro. "Encima que me está matando. ¿Qué quieres, que le hable de usted?" Pablo tenía un ojo clínico para saber el tipo de cáncer de cada paciente y su diagnóstico. "Seis meses y un día. Se cura en tres. Tarjeta de embarque". Sus predicciones se cumplían una a una.
Nunca quedaban fuera de esa sala de espera, pero hacían por verse allí y hacían coincidir sus sesiones de radioterapia. Incluso bromeaban con la posibilidad de no saludarse en caso de verse un día por la calle. Ellos seguían y otros enfermos iban pasando delante un día tras otro. "A ese le doy un año. Esa se cura en seis mese. Ese tarjeta de embarque".
Un día el médico de Hércules le aconsejó que cambiara el tratamiento. Había una técnica nueva, una especie de papilla que era menos agresiva que las visitas a Sevillana- Endesa así que la aceptó. Su rutina cambió y por tanto, dejó de ver a Pablo. Cada vez que iba al hospital a tomarse la dichosa papilla se acordaba de su amigo pero salía de allí con tan mal cuerpo y con el estómago tan atormentado que no le quedaban fuerzas para ir a ver si coincidía con él.
Pasaron dos o tres meses y La Bicha comenzó a ceder para satisfacción de Hércules. Un día el médico le dijo que todo iba mucho mejor y el hombre se puso tan contento que, malo y todo, bajó al fin a radioterapia a ver si Pablo estaba por allí. Al llegar no lo vio así que esperó a que saliera el enfermo que estaba siendo tratado en esos momentos. Cuando se abrió la puerta salió una señora con muy mala cara. "Tarjeta de embarque". Pensó Hércules.
Entró a preguntar si ese día tenía cita Pablo Salas y la chica de la voz dulce le comunicó el fallecimiento de ese paciente hacía un mes.
Hércules salió del hospital casi corriendo, compunjido. Miró a los lados y vio el césped cuidado de los jardines de la entrada, la gente caminaba, los coches andaban. La vida seguía.
Se acordó de su cara, de sus bromas, de sus predicciones y se preguntó si habría predicho su momento, si alguna vez fue consciente de tener en el bolsillo su maldita tarjeta de embarque. Hércules miró al cielo azul cián de la fría mañana que comenzaba a despertar, sonrió y dijo en voz alta "Buen viaje, Pablo, que tengas un buen vuelo".