Hacía ya semanas que no la esperaba. Durante días, puede que meses e incluso años, sintió un pequeño cosquilleo cada vez que se acercaba a su puerta. Con estudiada parsimonia, intentando ponerse nervioso a si mismo, metía la llave en la cerradura y abría la puerta de su casa con la vaga esperanza de ver algo diferente a como él lo había dejado al salir. Una luz encendida, un abrigo, unas llaves. Algo. Algo que significara todo.
Cuando Ella se marchó El insistió en que se llevara las llaves de casa. Por si un día vuelves. No voy a volver. Por si acaso. Y ese último momento fue el que alimentó cada día la entrada a su hogar. Aquella casa que ambos compraron porque Ella se había encaprichado desde el día que la vio por primera vez.
Si algo estaba distinto es que Ella habría vuelto y ahí radicaba su esperanza. Y para tener la certeza de que eso fuera así le quitó las llaves a todo el mundo. A su madre, a la señora de la limpieza... Incluso a la socorrida vecina que cuidaba del solitario pez que apenas sobrevivía en su enorme pecera y que regaba las plantas en sus continuas ausencias.
Pero los días pasaron. El pellizco en el estómago al abrir la puerta, la esperanza de ver la luz encendida en su propia casa, se fue diluyendo a base de desilusiones propias, de que nada cambiase en su ausencia. De no verla volver. Volver. Siempre volver.
Aquel día llevaba unos vaqueros viejos, de antes, una camiseta gris más antigua todavía y una chaqueta que se trajo de Estados Unidos el siglo pasado. Quizás tuviera la cara más gorda y menos pelo en la cabeza, pero conservaba su característico estilo al andar, arrastrando los pies, y encogiendo los hombros, coco si protegiera el corazón de nuevos hachazos de la vida.
Con un movimiento mecánico abrió el portal y subió las escaleras de su casa. Su mente viajaba ya hacia el abismo del día siguiente, un día que sería tao tedioso como aquel y como todos. nada en qué pensar más allá de sobrevivirse. Superar su propia existencia.
Llegó a la puerta de su casa. Buscó entre diversos objetos que se amontonaban en sus bolsillos y sacó la llave. Entonces sintió algo raro. Por primera vez en mucho tiempo un sentimiento casi olvidado vino y se hizo presente. Fue al girar la llave. Nunca nadie sabrá porqué pero fue antes de que la puerta se abriera y pudiera comprobar que la luz estaba encendida cuando el antiguo pellizco en el estómago apareció como si no hubiese desaparecido a base de desilusionarlo.
La luz estaba encendida, pero no se asustó. no pensó que hubiesen entrado ladrones. Unas llaves con el llavero de una pequeña casita de metal estaban en el mueble. Las habría reconocido entre un millón.
En el sofá, una manta tapaba el cuerpo aturullado de Ella y una maleta medio naranja permanecía junto al pasillo.
Se miraron un rato en silencio, sin moverse. Otro rato. Más silencio. El terminó por acercarse un poco. He hecho la cena. ¿Qué has preparado? Ensalada de canónigos con queso de cabra y tortilla. ¿Cuándo has llegado? Hace días que volví, pero no he llegado hasta hoy. Tengo frío. Ven aquí, ven.